Querido hermano Francisco:
Desde que fuiste elegido para ser la humilde “Roca” sobre la que Jesús
quiere seguir construyendo hoy su Iglesia, he seguido con atención tus
palabras. Ahora, acabo de llegar de Roma, donde te he podido ver abrazando a
los niños, bendiciendo a enfermos y desvalidos y saludando a la muchedumbre.
Dicen que eres cercano, sencillo, humilde, simpático… y no sé cuántas
cosas más. Pienso que hay en ti algo más, mucho más. Pude ver la Plaza de San
Pedro y la Via della Conciliazione llena de gentes entusiasmadas. No creo que
esa muchedumbre se sienta atraída solo por tu sencillez y simpatía. En pocos
meses te has convertido en una “buena noticia” para la Iglesia e, incluso, más
allá de la Iglesia. ¿Por qué?
Casi sin darnos cuenta, estás introduciendo en el mundo la Buena Noticia
de Jesús. Estás creando en la Iglesia un clima nuevo, más evangélico y más
humano. Nos estás aportando el Espíritu de Cristo. Personas alejadas de la fe
cristiana me dicen que les ayudas a confiar más en la vida y en la bondad del
ser humano. Algunos que viven sin caminos hacia Dios me confiesan que se ha
despertado en su interior una pequeña luz que les invita a revisar su actitud
ante el Misterio último de la existencia.
Yo sé que en la Iglesia necesitamos reformas muy profundas para corregir
desviaciones alimentadas durante muchos siglos, pero estos últimos años ha ido
creciendo en mí una convicción. Para que esas reformas se puedan llevar a cabo,
necesitamos previamente una conversión a un nivel más profundo y radical.
Necesitamos, sencillamente, volver a Jesús, enraizar nuestro cristianismo con
más verdad y más fidelidad en su persona, su mensaje y su proyecto del Reino de
Dios. Por eso, quiero expresarte qué es lo que más me atrae de tu servicio como
Obispo de Roma en estos inicios de tu tarea.
Yo te agradezco que abraces a los niños y los estreches contra tu pecho.
Nos estás ayudando a recuperar aquel gesto profético de Jesús, tan olvidado en
la Iglesia, pero tan importante para entender lo que esperaba de sus
seguidores. Según el relato evangélico, Jesús llamó a los Doce, puso a un niño
en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: “El que acoge a
un niño como este en mi nombre, me está acogiendo a mí”.
Se nos había olvidado que en el centro de la Iglesia, atrayendo la
atención de todos, han de estar siempre los pequeños, los más frágiles y
vulnerables. Es importante que estés entre nosotros como “Roca” sobre la que
Jesús construye su Iglesia, pero es tan importante o más que estés en medio de
nosotros abrazando a los pequeños y bendiciendo a los enfermos y desvalidos,
para recordarnos cómo acoger a Jesús.
Este gesto profético me parece decisivo en estos momentos en que el
mundo corre el riesgo de deshumanizarse desentendiéndose de los últimos.
Yo te agradezco que nos llames de forma tan reiterada a salir de la
Iglesia para entrar en la vida donde la gente sufre y goza, lucha y trabaja:
ese mundo donde Dios quiere construir una convivencia más humana, justa y
solidaria. Creo que la herejía más grave y sutil que ha penetrado en el
cristianismo es haber hecho de la Iglesia el centro de todo, desplazando del
horizonte el proyecto del Reino de Dios.
Juan Pablo II nos recordó que la Iglesia no es el fin de sí misma, sino
solamente “germen, signo e instrumento del Reino de Dios”, pero sus
palabras se perdieron entre otros muchos discursos. Ahora se despierta en mí
una alegría grande cuando nos llamas a salir de la “auto referencialidad” para
caminar hacia las “periferias existenciales”, donde nos encontramos con los
pobres, las víctimas, los enfermos, los desgraciados…
Disfruto subrayando tus palabras: “Hemos de construir puentes, no
muros para defender la fe”; necesitamos “una Iglesia de puertas
abiertas, no de controladores de la fe”; “la Iglesia no crece con el
proselitismo, sino por la atracción, el testimonio y la predicación”.
Me parece escuchar la voz de Jesús que, desde el Vaticano, nos urge: “Id
y anunciar que el Reino de Dios está cerca”, “id y curad a los enfermos”, “lo
que habéis recibido gratis, dadlo gratis”.
Te agradezco también tus llamadas constantes a convertirnos al
Evangelio. ¡Qué bien conoces a la Iglesia! Me sorprende tu libertad para poner
nombre a nuestros pecados.
No lo haces con lenguaje de moralista, sino con fuerza evangélica: las
envidias, el afán de hacer carrera y el deseo de dinero; “la desinformación,
la difamación y la calumnia”; la arrogancia y la hipocresía clerical; la “mundanidad
espiritual” y la “burguesía del espíritu”; los “cristianos de salón”,
los “creyentes de museo”, los cristianos con “cara de funeral”.
Te preocupa mucho “una sal sin sabor”, “una sal que no sabe a nada”,
y nos llamas a ser discípulos que aprenden a vivir con el estilo de Jesús.
No nos llamas solo a una conversión individual. Nos urges a una
renovación eclesial, estructural. No estamos acostumbrados a escuchar ese
lenguaje. Sordos a la llamada renovadora del Vaticano II, se nos ha olvidado
que Jesús invitaba a sus seguidores a “poner el vino nuevo en odres nuevos”.
Por eso, me llena de esperanza tu homilía de la fiesta de Pentecostés: “La
novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si
tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y
planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades y gustos…
Tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros
horizontes, con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los
suyos”.
Por eso nos pides que nos preguntemos sinceramente: “¿Estamos
abiertos a las sorpresas de Dios o nos encerramos con miedo a la novedad del
Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad
de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido
la capacidad de respuesta?”. Tu mensaje y tu espíritu están anunciando un
futuro nuevo para la Iglesia.
Quiero acabar estas líneas expresándote humildemente un deseo. Tal vez
no podrás hacer grandes reformas, pero puedes impulsar la renovación evangélica
en toda la Iglesia. Seguramente, puedes tomar las medidas oportunas para que
los futuros obispos de las diócesis del mundo entero tengan un perfil y un
estilo pastoral capaz de promover esa conversión a Jesús que tú tratas de
alentar desde Roma.
Francisco, eres un regalo de Dios. ¡Gracias!
P. José Antonio Pagola
Sacerdote y teólogo.