La Carta Magna de la
ecología integral: grito de la Tierra-grito de los pobres
18/06/2015
Antes de hacer cualquier comentario vale la pena resaltar algunas
singularidades de la encíclica Laudato sí del Papa Francisco.
Es la primera vez que un Papa aborda el tema de la ecología en el
sentido de una ecología integral (por tanto que va más allá de la ambiental) de
forma tan completa. Gran sorpresa: elabora el tema dentro del nuevo paradigma
ecológico, cosa que ningún documento oficial de la ONU ha hecho hasta hoy.
Fundamenta su discurso con los datos más seguros de las ciencias de la vida y
de la Tierra. Lee los datos afectivamente (con inteligencia sensible o
cordial), pues discierne que detrás de ellos se esconden dramas humanos y mucho
sufrimiento también por parte de la madre Tierra. La situación actual es grave,
pero el Papa Francisco siempre encuentra razones para la esperanza y para
confiar en que el ser humano puede encontrar soluciones viables. Enlaza con los
Papas que le precedieron, Juan Pablo II y Benedicto XVI, citándolos con
frecuencia. Y algo absolutamente nuevo: su texto se inscribe dentro de la
colegialidad, pues valora las contribuciones de decenas de conferencias
episcopales del mundo entero, desde la de Estados Unidos a la de Alemania, la
de Brasil, la de la Patagonia-Comahue, la del Paraguay. Acoge las
contribuciones de otros pensadores, como los católicos Pierre Teilhard de
Chardin, Romano Guardini, Dante Alighieri, su maestro argentino Juan Carlos
Scannone, el protestante Paul Ricoeur y el musulmán sufí Ali Al-Khawwas. Los
destinatarios somos todos los seres humanos, pues todos somos habitantes de la
misma casa común (palabra muy usada por el Papa) y sufrimos las mismas
amenazas.
El Papa Francisco no escribe en calidad de Maestro y Doctor de la fe
sino como un Pastor celoso que cuida de la casa común y de todos los seres, no
sólo de los humanos, que habitan en ella.
Un elemento merece ser destacado, pues revela la «forma mentis» (la
manera de organizar su pensamiento) del Papa Francisco. Este es tributario de
la experiencia pastoral y teológica de las iglesias latinoamericanas que a la
luz de los documentos del episcopado latinoamericano (CELAM) de Medellín
(1968), de Puebla (1979) y de Aparecida (2007) hicieron una opción por los
pobres contra la pobreza y a favor de la liberación.
El texto y el tono de la encíclica son típicos del Papa Francisco y de
la cultura ecológica que ha acumulado, pero me doy cuenta de que también muchas
expresiones y modos de hablar remiten a lo que viene siendo pensado y escrito
principalmente en América Latina. Los temas de la «casa común», de la «madre Tierra»,
del «grito de la Tierra y del grito de los pobres», del «cuidado», de la
«interdependencia entre todos los seres», de los «pobres y vulnerables», del
«cambio de paradigma», del «ser humano como Tierra» que siente, piensa, ama y
venera, de la «ecología integral» entre otros, son recurrentes entre nosotros.
La estructura de la encíclica obedece al ritual metodológico usado por
nuestras iglesias y por la reflexión teológica ligada a la práctica de
liberación, ahora asumida y consagrada por el Papa: ver, juzgar, actuar y
celebrar.
Comienza revelando su principal fuente de inspiración: San Francisco de
Asís, al que llama «ejemplo por excelencia de cuidado y de una ecología
integral, y que mostró una atención especial por los más pobres y abandonados»
(n.10; n.66).
Y entonces empieza con el ver: «Lo que le está pasando a nuestra casa» (nn.17-61).
Afirma el Papa: «basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un
gran deterioro de nuestra casa común» (n.61). En esta parte incorpora los datos
más consistentes referentes a los cambios climáticos (nn.20-22), la cuestión
del agua (n.27-31), la erosión de la biodiversidad (nn.32-42), el deterioro de
la calidad de la vida humana y la degradación de la vida social (nn.43-47),
denuncia la alta tasa de iniquidad planetaria, que afecta a todos los ámbitos
de la vida (nn.48-52), siendo los pobres las principales víctimas (n. 48).
En esta parte hay una frase que nos remite a la reflexión hecha en
América Latina: «Pero hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero
planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar
la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el grito
de la Tierra como el grito de los pobres» (n.49). Después añade: «el gemido de
la hermana Tierra se une al gemido de los abandonados del mundo» (n.53). Esto
es absolutamente coherente, pues al principio ha dicho que «nosotros somos
Tierra» (n. 2; cf. Gn 2,7), muy en la línea del gran cantor y poeta indígena
argentino Atahualpa Yupanqui: «el ser humano es Tierra que camina, que siente,
que piensa y que ama».
Condena la propuesta de internacionalización de la Amazonia que
«solamente serviría a los intereses económicos de las multinacionales» (n.38).
Hace una afirmación de gran vigor ético: «es gravísima iniquidad obtener
importantes beneficios haciendo pagar al resto de la humanidad, presente y
futura, los altísimos costos de la degradación ambiental» (n.36).
Con tristeza reconoce: «nunca habíamos maltratado y lastimado a nuestra
casa común como en los dos últimos siglos» (n.53). Frente a esta ofensiva
humana contra la madre Tierra que muchos científicos han denunciado como la
inauguración de una nueva era geológica –el antropoceno– lamenta la debilidad
de los poderes de este mundo que, engañados, «piensan que todo puede continuar
como está» como coartada para «mantener sus hábitos autodestructivos» (n.59)
con «un comportamiento que parece suicida» (n.55).
Prudente, reconoce la diversidad de opiniones (nn.60-61) y que «no hay
una única vía de solución» (n.60). Así y todo «es cierto que el sistema mundial
es insostenible desde diversos puntos de vista porque hemos dejado de pensar en
los fines de la acción humana» (n.61) y nos perdemos en la construcción de
medios destinados a la acumulación ilimitada a costa de la injusticia ecológica
(degradación de los ecosistemas) y de la injusticia social (empobrecimiento de
las poblaciones). La humanidad simplemente «ha defraudado las expectativas
divinas» (n.61).
El desafío urgente, entonces, consiste en «proteger nuestra casa común»
(n.13); y para eso necesitamos, citando al Papa Juan Pablo II: «una conversión
ecológica global» (n.5); «una cultura del cuidado que impregne toda la
sociedad» (n.231).
Realizada la dimensión del ver, se impone ahora la dimensión del juzgar.
Juzgar que es planteado en dos vertientes, una científica y otra teológica.
Veamos la científica. La encíclica dedica todo el tercer capítulo al
análisis «de la raíz humana de la crisis ecológica» (nn.101-136). Aquí el Papa
se propone analizar la tecnociencia sin prejuicios, acogiendo lo que ha traído
de «cosas realmente valiosas para mejorar la calidad de vida del ser humano»
(n. 103). Pero este no es el problema, sino que se independizó, sometió a la
economía, a la política y a la naturaleza en vista de la acumulación de bienes
materiales (cf.n.109). La tecnociencia parte de una suposición equivocada que
es la «disponibilidad infinita de los bienes del planeta» (n.106), cuando
sabemos que ya hemos tocado los límites físicos de la Tierra y que gran parte
de los bienes y servicios no son renovables. La tecnociencia se ha vuelto
tecnocracia, una verdadera dictadura con su lógica férrea de dominio sobre todo
y sobre todos (n.108).
La gran ilusión, hoy dominante, reside en creer que con la tecnociencia
se pueden resolver todos los problemas ecológicos. Esta es una idea engañosa
porque «implica aislar las cosas que están siempre conectadas» (n.111). En
realidad, «todo está relacionado» (n.117) «todo está en relación» (n.120), una
afirmación que recorre todo el texto de la encíclica como un ritornelo, pues es
un concepto-clave del nuevo paradigma contemporáneo. El gran límite de la
tecnocracia está en el hecho de «fragmentar los saberes y perder el sentido de
totalidad» (n.110). Lo peor es «no reconocer el valor propio de cada ser e
incluso negar un valor peculiar al ser humano» (n.118).
El valor intrínseco de cada ser, por minúsculo que sea, está destacado
de manera permanente en la encíclica (n.69), como lo hace la Carta de la
Tierra. Negando ese valor intrínseco estamos impidiendo que «cada ser comunique
su mensaje y dé gloria a Dios» (n.33).
La mayor desviación producida por la tecnocracia es el antropocentrismo.
Este supone ilusoriamente que las cosas solo tienen valor en la medida en que
se ordenan al uso humano, olvidando que su existencia vale por sí misma (n.33).
Si es verdad que todo está en relación, entonces «nosotros los seres humanos
estamos juntos como hermanos y hermanas y nos unimos con tierno cariño al
hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre Tierra» (n.92).
¿Cómo podemos pretender dominarlos y verlos bajo la óptica estrecha de la
dominación?
Todas las «virtudes ecológicas» (n.88) se pierden por la voluntad de
poder como dominación de los otros y de la naturaleza. Vivimos una angustiante
«pérdida del sentido de la vida y del deseo de vivir juntos» (n.110). Cita
algunas veces al teólogo ítalo-alemán Romano Guardini (1885-1968), uno de los
más leídos a mediados del siglo pasado, que escribió un libro crítico contra
las pretensiones de la modernidad (n.105 nota 83: Das Ende der Neuzeit, El
ocaso de la Edad Moderna, 1958).
La otra vertiente del juzgar es de corte teológico. La encíclica reserva
un buen espacio al «Evangelio de la Creación» (nn. 62-100). Parte justificando
el aporte de las religiones y del cristianismo, pues siendo la crisis global,
cada instancia debe, con su capital religioso, contribuir al cuidado de la
Tierra (n.62). No insiste en las doctrinas sino en la sabiduría presente en los
distintos caminos espirituales. El cristianismo prefiere hablar de creación en
vez de naturaleza, pues la «creación tiene que ver con un proyecto de amor de
Dios» (n.76). Cita, más de una vez, un bello texto del libro de la Sabiduría
(11,24) donde aparece claro que «la creación pertenece al orden del amor»
(n.77) y que Dios es “el Señor amante de la vida” (Sab 11,26).
El texto se abre a una visión evolucionista del universo sin usar esa
palabra, hace un circunloquio al referirse al universo «compuesto por sistemas
abiertos que entran en comunión unos con otros» (n.79). Utiliza los principales
textos que ligan a Cristo encarnado y resucitado con el mundo y con todo el
universo, haciendo sagrada la materia y toda la Tierra (n.83). Y en este
contexto cita a Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955, n.83 nota 53) como
precursor de esta visión cósmica.
El hecho de que Dios-Trinidad sea relación de divinas Personas tiene
como consecuencia que todas las cosas en relación sean resonancias de la
Trinidad divina (n.240).
Citando al Patriarca Ecuménico de la Iglesia ortodoxa, Bartolomeo
«reconoce que los pecados contra la creación son pecados contra Dios» (n.7). De
aquí la urgencia de una conversión ecológica colectiva que rehaga la armonía
perdida.
La encíclica concluye esta parte acertadamente: «el análisis mostró la
necesidad de un cambio de rumbo… debemos salir de la espiral de autodestrucción
en la que nos estamos hundiendo» (n.163). No se trata de una reforma, sino,
citando la Carta de la Tierra, de buscar «un nuevo comienzo» (n.207). La
interdependencia de todos con todos nos lleva a pensar «en un solo mundo con un
proyecto común» (n.164).
Ya que la realidad presenta múltiples aspectos, todos íntimamente
relacionados, el Papa Francisco propone una “ecología integral” que va más allá
de la ecología ambiental a la que estamos acostumbrados (n.137). Ella cubre
todos los campos, el ambiental, el económico, el social, el cultural y también
la vida cotidiana (n.147-148). Nunca olvida a los pobres que testimonian
también su forma de ecología humana y social viviendo lazos de pertenencia y de
solidaridad de los unos con los otros (n.149).
El tercer paso metodológico es el actuar. En esta parte, la encíclica se
atiene a los grandes temas de la política internacional, nacional y local (nn.164-181).
Subraya la interdependencia de lo social y de lo educacional con lo ecológico y
constata lamentablemente las dificultades que trae el predominio de la
tecnocracia, dificultando los cambios que refrenen la voracidad de acumulación
y de consumo, y que puedan inaugurar lo nuevo (n.141). Retoma el tema de la
economía y de la política que deben servir al bien común y a crear condiciones
para una plenitud humana posible (n.189-198). Vuelve a insistir en el diálogo
entre la ciencia y la religión, como viene siendo sugerido por el gran biólogo
Edward O. Wilson (cf. el libro La creación: cómo salvar la vida en la Tierra,
2008). Todas las religiones «deben buscar el cuidado de la naturaleza y la
defensa de los pobres» (n.201).
Todavía en el aspecto del actuar desafía a la educación en el sentido de
crear una «ciudadanía ecológica» (n.211) y un nuevo estilo de vida, asentado
sobre el cuidado, la compasión, la sobriedad compartida, la alianza entre la
humanidad y el ambiente, pues ambos están umbilicalmente ligados, la
corresponsabilidad por todo lo que existe y vive y por nuestro destino común (nn.203-208).
Finalmente, el momento de celebrar. La celebración se realiza en un
contexto de «conversión ecológica» (n.216) que implica una «espiritualidad
ecológica» (n.216). Esta se deriva no tanto de las doctrinas teológicas sino de
las motivaciones que la fe suscita para cuidar de la casa común y «alimentar
una pasión por el cuidado del mundo» (216). Tal vivencia es antes una mística
que moviliza a las personas a vivir el equilibrio ecológico, «el interior
consigo mismo, el solidario con los otros, el natural con todos los seres vivos
y el espiritual con Dios» (n.210). Ahí aparece como verdadero que «lo menos es
más» y que podemos ser felices con poco.
En el sentido de la celebración «el mundo es algo más que un problema a
resolver, es un misterio gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (n.12).
El espíritu tierno y fraterno de San Francisco de Asís atraviesa todo el
texto de la encíclica Laudato sí. La situación actual no significa una tragedia
anunciada, sino un desafío para que cuidemos de la casa común y unos de otros.
Hay en el texto levedad, poesía y alegría en el Espíritu e indestructible
esperanza en que si grande es la amenaza, mayor aún es la oportunidad de
solución de nuestros problemas ecológicos.
Termina poéticamente “Más allá del sol”, con estas palabras: «Caminemos
cantando. Que nuestras luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos
quiten la alegría de la esperanza» (n.244).
Me gustaría acabar con las palabras finales de la Carta de la Tierra que
el mismo Papa cita (n.207): «Que nuestro tiempo se recuerde por despertar a una
nueva reverencia ante la vida, por la firme resolución de alcanzar la
sostenibilidad, por acelerar la lucha por la justicia y la paz, y por la alegre
celebración de la vida».
Leonardo Boff, teólogo y ecólogo
Traducción de Mª José Gavito Milano
Este texto es un capitulo del libro en italiano
Curare la Madre Terra, EMI, Bologna