Octavio
Paz se ha convertido en la referencia intelectual del siglo XX mexicano. “Hijo
de la Revolución Mexicana”, como él mismo afirmó, la vida de Paz acompaña a la
definición del México moderno, en sus formas artísticas y políticas. Testigo de
un álgido periodo histórico, desde temprana edad Paz se interesó en la
transformación del hombre por medio de la poesía, y en la transformación de las
sociedades por medio de la política. En su obra buscó fusionar esos dos grandes
pilares del quehacer humano y, en ese intento, dio forma y sustancia a muchos
de los debates intelectuales y artísticos de su época. Sintetizó los dilemas de
su tiempo pero tuvo siempre la capacidad crítica para mantenerse al margen de
los dogmas políticos y centrar sus convicciones en la capacidad transformadora
del lenguaje.
A
sus 23 años, Paz publicó el poemario Raíz del Hombre.
Jorge Cuesta, poeta del grupo Contemporáneos, advirtió desde ese momento la
sinceridad apasionada de las inquietudes intelectuales del joven poeta y afirmó
que la poesía de Paz “no se resiste a una pasión de recomenzar, de repetir, de
reproducir una voz de la que no llega a salir la satisfacción esperada por la
impaciencia que la golpea. El efecto de esta violencia es que sus sentimientos
destrocen las formas que lo solicitan, aunque sin apagarse, y como
enloqueciendo. Pues, su pasión no parece haber alcanzado su objeto hasta que no
lo destruyó, hasta que no pudo vagar, desatada, por las ruinas, por los
escombros, por las cenizas de lo que la contiene sin agotarla. Pero quizás es
más propio que digamos que es su objeto el que renace incesantemente de sus
restos, y el que no deja de absorberlo. Y que la nota más característica de su
poesía es una desesperación, que no tardará en precisarse en una metafísica,
esto es, en una propiedad, en una necesidad del objeto de la poesía y no en un
puro ocio psicológico del artista”. Pocas observaciones más precisas y
visionarias de lo que sería la obra de Paz, envuelta en la constante batalla
entre los opuestos, en las ambivalencias, en el lenguaje que cae y renace, y en
los mundos que se crean a partir de la destrucción de otros mundos. Todos ellos
elementos presentes en el arte prehispánico y en la filosofía china que Paz
tanto admiró.
El
mismo año en el que Cuesta publicó su reseña de Raíz del Hombre,
el joven Octavio Paz fue invitado por Neruda a participar en el Segundo
Congreso de Escritores Antifascistas en España. El tema del Congreso, en plena
Guerra Civil, fue la lucha contra el fascismo bajo el título “libertad por la
cultura”. La experiencia fue decisiva para el poeta. No sólo quedó convencido
de su vocación hacia las letras sino también de la responsabilidad que dicha
vocación implicaba en términos de independencia crítica. Enfrentó la verdad de
la guerra y la casi obligada “toma de partido” -- que llevó a muchos de sus
amigos a ingresar al Partido Comunista -- y percibió que su generación estaría
marcada por la violencia resultado de los conflictos políticos.
Nacido
en plena Revolución Mexicana, el mismo año del inicio de la Primera Guerra
Mundial, testigo la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, Paz
fue observador temprano de la conversión catastrófica, tan propia del siglo XX,
de ideología política en dogma. Influido por el pensamiento de Albert Camus, se
convirtió en uno de los primeros críticos del socialismo real y de las
políticas represivas de la Unión Soviética, a diferencia de tantos intellectuels engagés
que fueron seducidos por ese opio que Raymond Aron criticó. Para Paz, la poesía
fue el instrumento transgresor por excelencia; manifestación artística
verdaderamente necesitada de libertad y espíritu crítico, de diálogo, de
cuestionamiento y de renovación guiada no por las armas sino por el pensamiento
y el lenguaje.
A
mediados de siglo, casi recién llegado a París como parte del servicio
diplomático, Paz escribió uno de los ensayos que lo consagrarían como escritor
y como intelectual de la modernidad y de lo mexicano: El Laberinto de la
Soledad. Ese retrato del mexicano fue al mismo tiempo una crítica. El mexicano,
“ser insondable…enigma de muchos rostros” se ahogaba en el grito afónico del
“Viva México hijos de la chingada,” reflejo de una sociedad servil y pasiva
envuelta en la negación de sí misma. La crítica fue fulminante. México estaba
en ebullición y, menos de dos décadas después, Paz renunciaría como Embajador
de México en la India en respuesta a la matanza de Tlatelolco, asumiendo
firmemente su sentido del deber como intelectual crítico.
Existe
otra dimensión de la obra de Paz que constituye el eje de su relación con el
lenguaje y con la poesía: el erotismo. Para él, el erotismo “es el reflejo de
la mirada humana en el espejo de la naturaleza…no es una simple imitación de la
sexualidad, es su metáfora.” Fue a partir de su contacto con Oriente que Paz
desarrolló plenamente el erotismo en su obra poética. Muchos orientes bajo la
forma del budismo, el hinduismo, y la poesía china y japonesa influirían su
obra de manera decisiva y se traducirían después en ensayos como Conjunciones y Disyunciones y en una de sus obras más fascinantes: El Mono Gramático.
En esta última, que consiste en un recorrido imaginario por la India, donde no
hay tiempo y donde el único personaje es el lenguaje, se encuentran algunos de
los pasajes eróticos más importantes en lengua española. Paz renueva la
estética del cuerpo, renovando al mismo tiempo la narrativa. Hace poesía de la
prosa y la forma pasajera se vuelve permanente. La palabra se hace significado,
las dualidades se convierten en fusiones y las sombras se vuelven
transfiguraciones…“espesura indescifrable de líneas, trazos, volutas, mapas:
discurso del fuego sobre el muro. Una superficie inmóvil recorrida por una
claridad parpadeante: temblor de agua transparente sobre el fondo quieto del
manantial iluminado por invisibles reflectores. Una superficie inmóvil sobre la
que el fuego proyecta silenciosas, rápidas sombras convulsas: bajo las
ondulaciones del agua clarísima se deslizan con celeridad fantasmas obscuros.
Uno, dos, tres, cuatro rayos negros emergen de un sol igualmente negro, se
alargan, avanzan, ocupan todo el espacio que oscila y ondula, se funden entre
ellos, rehacen el sol de sombra de que nacieron, emergen de nuevo de ese sol –
como una mano que se abre, se cierra y una vez más se abre para transformarse
en una hoja de higuera, un trébol, una profusión de alas negras antes de
esfumarse del todo. Una cascada se despeña calladamente sobre las lisas paredes
de un dique. Una luna carbonizada surge de un precipicio entreabierto. Un
velero con las velas hinchadas echa raíces en lo alto y, volcado, es un árbol
invertido. Ropas que vuelan sobre un paisaje de colinas de hollín. Continentes
a la deriva, océanos en erupción. Oleajes, oleajes…las sombras se enlazan y
cubren todo el muro. Se desenlazan. Burbujas en el centro de la superficie
líquida, círculos concéntricos, tañen allá abajo campanas sumergidas. Esplendor
se desnuda con una mano sin soltar con la otra la verga de su pareja. Mientras
se desnuda, el fuego de la chimenea la cubre de reflejos cobrizos. Ha dejado su
ropa al lado y se abre paso nadando entre las sombras…”
Es
así que Paz se revela ante nosotros como la encarnación del poeta intelectual
inmerso en un ejercicio constante por cuestionar su origen, por pensar al
mexicano a lo largo de su historia sin dejar de pensarse como un individuo
universal. Fue, ante todo, un poeta pero también un pensador. Figura central en
la definición y crítica del México del siglo XX, Paz transgredió los límites de
los géneros literarios y del lenguaje. Se preocupó por preservar la lengua
transformándola, llevándola a los límites, dando así continuidad y
transparencia renovada a las palabras y a los cuerpos.
Colaborador:
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