Javier Sicilia” El PRI creyó
que podía administrar el infierno”
Creía que ya no tenía
lágrimas. Después de llorar durante dos años el asesinato de su hijo y de los
miles de muertos que a duras penas sabe contar este país, el poeta al que el
narco arrancó la poesía dio un paso atrás. Dejó de ser la voz penetrante de las
víctimas que acompañó a la muerte que sembró sobre México el Gobierno de Felipe Calderón
(2006-2012) y se refugió en la universidad y en la ciudad de
Cuernavaca, en la que crecieron sus hijos. “Sigo en lo mismo, pero desmontado
de los medios”. La semana pasada Sicilia viajó a la Ciudad de México y escuchó
a los padres de los 43 estudiantes a los que el 26 de septiembre un grupo de
policías, supuestamente relacionados con el narco, hizo desaparecer.
— Había un matrimonio de
campesinos muy tristes que decían: ‘en la mañana salimos al campo y nos
olvidamos un poco, pero cuando llega la tarde la tristeza es honda, muy honda’.
Yo conozco demasiado esas tardes. Creí que estaba seco, pero ahí me quebré.
Llora porque “no hay un solo
día de olvido” pero a Sicilia, de 57 años, se le ve tranquilo. Se nota que ya
no lleva el peso del Movimiento por la Paz, que nació como respuesta a la muerte de su hijo Juanelo el 26 de marzo de 2011 y aglutinó
a miles de víctimas que buscaron consuelo en los abrazos de este hombre de
barba blanca, botas camperas y sombrero de Indiana Jones.
Desde un café frente a la
catedral de Cuernavaca, a una hora de la Ciudad de México, mira desde la
distancia las marchas que lideró durante dos años a través del país para exigir
justicia y habla con franqueza de la "derrota" de una organización
que hizo despertar a los mexicanos a la realidad de un país en guerra, con sus
miles de muertos y de desaparecidos a cuestas. “Ojalá todo ese esfuerzo inmenso
hubiera servido para algo, pero mira lo de los estudiantes de Iguala y todo lo
hay debajo. México es una gran fosa común”. Entonces fuma otro de sus
cigarrillos marca Delicados, ataca un arroz verde con enchilada roja y el poeta
de la paz empieza a hablar de la guerra.
— Estamos en estado de
revolución, al borde del estallido social. El enojo es tan grande. Veo una especie
de guerra civil. Ojalá y me equivoque.
El poeta que ya no escribe poesía se convirtió sin quererlo en
un símbolo. Ataca al Gobierno con dureza, pero al poder siempre le ha gustado
tenerlo cerca. El expresidente Calderón, al que promete recordarle “mientras
viva los 60.000 muertos que dejó" su estrategia de guerra contra el narco,
se sentó con él en más de una ocasión. El actual presidente, Enrique Peña
Nieto, no lo hace personalmente, pero lo hace su gente de confianza. La semana
pasada participó como mediador entre las autoridades y las familias de los desaparecidos en Iguala (Guerrero).
"En el Gobierno están rebasados. El PRI creyó que podía administrar el
infierno, pero no sabía de su dimensión".
El poeta que ya ha dejado de
sentarse en los cafés pegado a la pared, como le obligaban al principio sus
escoltas por miedo a recibir un ataque por la espalda, siempre ha huido de las
medias palabras. A Peña Nieto, cuando era candidato, le dijo en público que no
tenía corazón. Sicilia recuerda que cuando el hoy presidente se dirigía a su
coche, se volteó hacia él:
— Oiga, sí tengo corazón.
— Pues demuéstrelo.
“Le dolía que se lo dijera,
pero yo tenía razón. No tiene corazón. La Ley de Víctimas la entregó por un principio pragmático político,
no porque le dolieran las víctimas". La norma fue publicada en enero de
2013 por un recién estrenado gobierno del PRI, después de dos años de lucha de
Sicilia, que trabajó mano a mano con las autoridades para su articulación.
"No ha servido para nada. Ni siquiera se les ve ahora en Guerrero",
lamenta.
El poeta cree que hoy el país
está peor que en 2011, pese a "los esfuerzos del Gobierno por desterrar el
discurso belicista". "¿Quién va a querer invertir aquí?", se
pregunta sobre las reformas recientemente aprobadas por la administración
priísta. Habla de México como un “Estado fallido, inexistente, roto”. Del "horror
de ver a muchachos matando muchachos en esta guerra fratricida”. Pero entonces
siempre aparece alguien: “Javier”, “maestro”. Siete personas saludan al poeta
esta tarde. Un psicólogo de Querétaro incluso se toma una foto con él. El poeta
posa sonriente aunque el dolor no amaina nunca, dice, sobre todo en las noches
de insomnio.
— Cierro los ojos y miro a mi
hijo, ese muchacho noble. Con su angustia, aterrado, esperando que unos tipos
lo vayan a matar. Ese instante me duele mucho, en el que uno que se parece a ti
te arranca la vida. La memoria es terrible. Ya sucedió, pero sigue sucediendo.
Ya pasó, pero no.
Los ojos de Emiliano Zapata
impresos en una camiseta gris desvaída asoman entre los botones de su camisa, a
la que hay que sacudirle la ceniza del cigarro. El escolta lo vigila a una
distancia prudente y sus alumnos lo esperan en la universidad. Se va calle
arriba quien no quería ser nada más que un poeta pero acabó convertido en la
voz de los muertos y los desaparecidos de México.
—
Las víctimas no somos soportables. Nadie quiere oír el horror, por eso fue
catártico el Movimiento.
Hizo sonar el aullido del dolor hasta que el Gobierno lo quiso tapar. Ahora
desde Guerrero se oye otra vez ese grito.
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